Amazonía
Peruana:
UN CRUCERO POR LA SELVA
"Cuesta
creer que lo que he vivido sea real. Me siento en paz y con la sensación
de haber atesorado algo muy valioso. Mientras escribo este artículo,
aún conservo la sensación de flotar en el río."
Un
día del mes de junio recibo una llamada desde Lima para invitarme
a un crucero a la Reserva Nacional Pacaya-Samiria, corazón
de la Amazonía Peruana, situada en el departamento de Loreto
entre los ríos Ucayali y Marañón, desde Iquitos,
aguas arriba por el río Amazonas.
A
medida que avanzaba la conversación, fueron tomando forma
en mi mente imágenes romántico- tarzanezcas, al punto
de llevarme a aceptar la invitación antes de colgar. Estaba
totalmente seducido por la idea, sin embargo, al rato se me vino
al pensamiento una mala experiencia anterior en la selva centroamericana.
Tarzán sucumbió ante la siniestra idea de una semana
de navegación con calor húmedo en una cabina sin aire,
mosquitos talibanes y gringos jubilados en busca de "la vivencia
Animal Planet de su vida". No tenía dudas de haberme
embarcado en un "panorama chino".
 |
Paranoico
con lo que se venía, y sin más remedio que armarme
de paciencia, organizé el heterogéneo equipaje que
imaginé necesario acarrear para enfrentar estos avatares:
repelente y vitamina B (ambos para intentar sobrevivir a los mosquitos),
bloqueador solar, ropa de algodón, cortaviento impermeable
(de preferencia blanco para no atraer los mosquitos), binoculares,
varios rollos de fotos, todo tipo de remedios para enfrentar -a
lo menos- una enfermedad tropical, zapatos adecuados anti-serpientes
y otros reptiles para caminar durante las excursiones en tierra;
y para bancarme el aburrimiento durante los tiempos ociosos, un
par de buenos libros, crucigramas, las infaltables revistas sociales,
un Condorito, walk-man, CD's, etc.
Una
semana más tarde, aterrizamos en Iquitos. Nos recibieron
nuestros anfitriones de Junglex -empresa propietaria de los cuatro
barcos que hacen la navegación- para trasladarnos al muelle
y avisarnos que quien lo necesite, enviara su mail o hiciera su
última llamada telefónica en ese momento, pues durante
la navegación se pierde todo contacto con el mundo exterior.
 |
La
Amatista, el barco que sería nuestra casa y refugio por los
próximos siete días, lucía encantadora y romántica.
Se trataba de un barco fluvial de principios del siglo pasado, construido
íntegramente en madera y pintada en colores amarillo, verde
y marrón. Tiene diez impecables cabinas de madera barnizada
en tono oscuro, con aire acondicionado, generosas ventanas y un
baño de buen porte. La tripulación nos recibió
con una simpática sonrisa y nos hizo sentir de inmediato
en casa. Pocos minutos después de abordar, La Amatista comenzó
a navegar aguas arriba por el río Amazonas. De pronto, y
junto con el primer pisco sour del viaje, el aburrimiento que imaginé
antes de salir de Santiago (Chile) desapareció: la temperatura
y la humedad eran perfectamente soportables, no habían mosquitos
y los gringos que habían embarcado no parecían ser
tan feroces. Me apronté a almorzar en medio del río
y tuve la sensación de que lo que venía "prometía".
La
comida a bordo era sencilla y sin mayores pretensiones, pero -como
toda la cocina peruana- era muy sabrosa y variada. Diariamente se
preparaban pocos pero deliciosos platos. La inexistencia de esos
fastuosos buffet de crucero común -que al segundo día
dejan a los pasajeros a punto de reventarse por el exceso de comidas
y la falta de movimiento- hizo que uno se sintiera liviano y con
energías durante todo el trayecto.
 |
La
vida en el barco fluía apacible. Los tiempos están
bien organizados e incluyen hasta reponedoras siestas. El ambiente
es relajado. Nada de formalidades ni bijouterie ni tenidas de alta
noche. Durante las mañanas y tardes se hacen excursiones
en lancha para el avistamiento de animales. A través de los
binoculares se divisan todo tipo de aves ( guacamayos, cigueñas,
garzas, martines pescador, etc); caimanes; serpientes; delfines
rosados; osos perezosos; monos, etc. Los guías son maestros
para avistar los animales y dirigir las miradas de los pasajeros.
Los paisajes que la Reserva va desplegando a medida que las lanchas
se internan, parecieran haber sido diseñados por geniales
y enfebrecidos paisajistas. Gigantescos árboles milenarios, plantas
acuáticas, flores y enredaderas, conviven en perfecto y bello
equilibrio con la diversa fauna local. La percepción de ese
equilibrio me produjo una constante e intensa emoción.
Durante
los tiempos prolongados de navegación, los guías nos
instruyeron sobre sus experiencias en la selva, de la vida humana
y animal en el río, de botánica, ecología,
educación para la protección del medio ambiente, etc.
Cada noche, cerca de las 22:00 horas y gracias a su calado, el barco
atracaba en cualquier parte a orillas del río y suspendía
la navegación hasta las 06:00 am. A consecuencia de ello,
se dormía plácidamente, acompasado por los intensos
ruidos de la selva, y con una agradable sensación de protección
y seguridad en la cabina.
 |
La
noche tenía un especial atractivo, ya que se producía
un total cambio de actores que luchan por su subsistencia hasta la
mañana siguiente. Una vez salimos de excursión a observar
caimanes. Desplazarse en silencio, a oscuras por el medio del río,
bajo un concierto ensordecedor de ruidos, y alumbrar con potentes
linternas las orillas donde brillan cientos de lucecitas rosadas
-los ojos de los caimanes justo por sobre el nivel del agua- es
un espectáculo sobrecogedor y aterrador. Luciérnagas,
pájaros nocturnos y algunos mosquitos, completan una atmósfera
conmovedora que me hizo tomar conciencia de nuestra propia vulnerabilidad
ante tanta y salvaje vida.
Mientras
navegaba, La Amatista se saludaba frecuentemente con ferries sobrevendidos
hasta el techo de pasajeros; con balsas hechas de grandes troncos
unidos entre sí, y otras balsas-corrales repletas de peces
vivos, desplazándose aguas abajo. Sobre ellas, viajan comerciantes
que levantan carpas e instalan hamacas esperando pacientemente -sin
importar las inclemencias del tiempo, y a veces hasta siete días-
que la corriente los transporte hasta el puerto de Iquitos, donde
venden su preciada mercadería.
 |
Hacia
el final, pasamos a visitar "Vista Alegre", una de las
aldeas a orillas del río. Sus habitantes nos recibieron sonrientes
y nos invitaron a visitar sus casas-palafito, y de pasada ofrecernos
sus artesanías (importadas desde Iquitos, y desde luego,
con su correspondiente sobreprecio). Sorprendentemente, nadie pide
plata ni cobra por posar para una foto. Una señora inglesa
ha descendido con varios y pequeños paquetes de regalo que
comienza a repartir a los niños. Lápices de colores,
figurines y botellas con espuma para soplar y producir burbujas
generan total algarabía en Vista Alegre. Paralelamente, don
Juan Torres, el interesantísimo Chamán de la aldea,
nos cuenta de sus métodos de sanación y nos invita,
para la próxima vez que les visitemos, a un "viaje"
con ayahuasca, hierba a través de la cual ve el estado del
cuerpo y alma del paciente. Me comprometo -esta vez sin dudas- a
realizar tan alucinante viaje.
Así,
sin darme cuenta, y colmado de nuevas sensaciones, llegó
el momento de desembarcar en Iquitos. Los días se habían
pasado volando. Cuesta creer que lo que he vivido sea real. Me siento
en paz y con la sensación de haber atesorado algo muy valioso.
Mientras escribo este artículo, aún conservo la sensación
de flotar en el río
Colaboración
de
Eugenio Cox
ecox@expan.cl
Paquetes
Relacionados
Información
Relacionada
|